La educación de adultos en el medio penitenciario: donde los derechos fundamentales se convierten en exigencias

La primera ley después de la dictadura, la Ley Orgánica General Penitenciaria (LOGP), tenía que regular las condiciones de vida dentro unas cárceles que se vaciarían de presos y presas políticos, pero que seguirían llenas de los (mal) llamados «presos comunes o sociales» (como si la toxicomanía, el analfabetismo o la pobreza, en definitiva, no fueran cuestiones políticas). Entre otros aspectos del día a día, la LOGP establece que en cada prisión debe haber una escuela, ya que, por su naturaleza de derecho fundamental, no se podrá excluir del derecho a la educación a las personas que se encuentren cumpliendo una pena privativa de libertad.

En sus inicios, las escuelas y maestros de prisiones en Cataluña formaban parte del Departamento de Justicia (y del de Bienestar Social en ciertas cuestiones), hecho que durará hasta el 2006, momento en el que pasan a ser titularidad del Departamento de Educación . Desde entonces, en las escuelas de adultos dentro de las cárceles no se hace nada que no se haga en cualquier escuela de adultos de la calle. Es decir, ofrecer la oportunidad a la población de su entorno (sea prisión o el barrio) de formarse.

Si bien las personas llamadas «libres» y mayores de edad podemos decidir libremente si ejercemos nuestro derecho a la educación (aprender lenguas o informática, alcanzar la ESO, prepararnos para unas pruebas de acceso …), intramuros la situación es un poco diferente. Vayamos por partes … Dentro de las cárceles catalanas son dos los instrumentos internos que rigen el día a día de las personas presas: el SAM y el PIT.

El SAM (Sistema d’Avaluació i Motivació {Sistema de Evaluación y Motivación}) nació en 1999, pocos años después de la aprobación del Código Penal de 1995, que supuso la eliminación del sistema de redención de penas -ideado por el franquismo- en el que por cada dos días de trabajo o formación se restaba uno de condena. Fieles a una concepción conductista del comportamiento humano, idearon el SAM para, en cierto modo, «fomentar» la participación en las diferentes actividades de las personas privadas de libertad. Así, a través de una fórmula en la que entran en juego múltiples posibles comportamientos de la persona (asistencia a actividades, llevar a cabo acciones positivas como ayudar a un compañero, limpiar un espacio común, falta de expedientes disciplinarios …), el SAM clasifica la población penitenciaria en cuatro niveles (A, B, C, D).

Esta clasificación no es algo menor, ya que, por ejemplo, estar bien valorado (A o B) puede suponer desde tener más comunicaciones con la familia, más minutos de llamadas telefónicas, reducir el tiempo para cancelar los expedientes disciplinarios -hecho muy importante si tenemos en cuenta que con expedientes pendientes de cancelar no prosperará la solicitud de permisos-, hasta influir fuertemente en la aprobación de la libertad condicional.

Uno de los motivos que influyen en esta valoración motivacional es la evaluación que hace el personal docente de la participación en la actividad educativa realizada por la persona privada de libertad (ahora ya alumno/a). En caso de buena actitud y participación del alumnx, los «puntos» de la escuela le ayudarán a acercarse a las letras A-B, mientras que si la evaluación es negativa, hará bajar la nota final. Que la evaluación que hace un maestro del alumnado pueda tener afectaciones más allá del espacio aula es, cuando menos, difícil de entender, y sólo se explica por la incardinación de la escuela en una «institución total «(Goffman) que afecta y condiciona todos los aspectos de la vida de las personas que la habitan.

El otro instrumento es el PIT (Programa Individual de Tractament{Programa Individual de Tratamiento}). Haciendo un símil simple sería el «contrato» entre el condenado y la Administración, en el que se planifica la condena y se marcan unos objetivos y, en función de su cumplimiento, posibles fechas de obtención de permisos, progresiones de grado y libertad condicional. Si la persona cumple lo que se le exige de entre múltiples objetivos (entre los que: reconocer el delito, satisfacer la responsabilidad civil, adquirir hábitos laborales, llevar a cabo los programas de rehabilitación en función del delito y circunstancias personales, etc.) podrá acceder a mayores cotas de libertad y contacto social.

Aunque la LOGP sólo estipula como requisitos objetivos para poder salir de permiso “estar clasificado en segundo o tercer grado, siempre que hayan extinguido la cuarta parte de la condena y no observen mala conducta”, en la práctica se han sumado requisitos.

Efectivamente, un requisito del PIT puede ser ir a la escuela (normalmente para las personas sin una formación básica o la ESO en las más jóvenes). De manera que la persona -adulta- que no quiera ir a la escuela podría verse privada -tampoco la consecuencia es la misma en todos los centros- de permisos. Y se puede, así, llegar a la situación en que lo que es originariamente un derecho fundamental se termina siendo una exigencia de «tratamiento del delincuente» y, en última instancia, un posible motivo por el que valorar negativamente la concesión de un permiso o la progresión de grado.

Por último, en pocas palabras Viedma Rojas señala, con claridad, que el error de no blindar el derecho a la educación como lo que es y dejarlo en manos de la lógica punitivo-premial de la Administración penitenciaria supone “concebir al estudiante como delincuente, incapacitado social y académico o enfermo, antes que como un adulto con suficiente autonomía como para plantearse la mejora de su formación para el futuro reingreso en la sociedad. No se han considerado las teorias críticas que conciben la educación como un derecho, como una vía para construir la emancipación de las personas privadas de libertad. Hay cierto paternalismo y domesticación en la acción”.

* Para ampliar los conceptos de PIT, SAM y otros, que, por la extensión del artículo, no ha sido posible exponer detalladamente con la perspectiva crítica -y siempre necesaria-, recomiendo el libro ‘La Cárcel dispar’ (2016) de García-Borés y Rivera.

Fuente: La directa