La segunda semana de septiembre se hizo público un caso muy grave de violencia institucional en la prisión de Villena, en Alicante. El caso tomó relevancia pública debido a que la subdirectora de dicha prisión sufrió agresiones el día antes de declarar como testigo en el Juzgado por un caso de malos tratos que implicaba a tres funcionarios del centro. Le agredieron al mismo tiempo que le «instaban», sin que ella pudiera reconocer su rostro, a que estuviera «calladita» en los Juzgados.
La subdirectora no fue testigo presencial de los hechos. De hecho, una de las características de la violencia institucional en prisión es que más allá de los autores de los delitos de tortura o malos tratos, nunca suele haber testigos. Digo autores, porque en este tipo de delitos no sólo ostenta la autoría quien realiza las agresiones, sino también aquellos o aquellas funcionarios/as que, estando presentes, no hicieran nada para impedirlo. Pero la subdirectora custodiaba una prueba objetiva de los hechos: las imágenes captadas por las cámaras de videovigilancia instaladas en los pasillos (en el interior de las celdas no hay cámaras, salvo en las que se aplica contención mecánica).
Las cámaras, a diferencia de en otras muchas ocasiones, no se habían borrado, permanecían sin alterar y custodiadas por una funcionaria que quiso cumplir con las obligaciones que supone su cargo. Y así lo hizo, a pesar de las agresiones y las amenazas. Un ejemplo como el suyo debería ser determinante para transformar la cultura corporativa frecuente de encubrimiento de la violencia institucional ejercida por otros funcionarios o funcionarias. Desgraciadamente opera una especie de omertá entre las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado así como entre el funcionariado de prisiones ante casos cómo este.
El principal reto que tenemos como sociedad es pasar de la cultura de la omertá a una cultura de servicio público responsable respecto a los derechos de la ciudadanía. Pasar del silencio a la denuncia. Pasar de la impunidad y la tolerancia por compañeros y mandos de los autores, a la tolerancia cero y la contundencia sancionadora interna ante casos de violencia institucional. Para proteger tanto los derechos de la ciudadanía, como la integridad y dignidad de los cuerpos policiales y de funcionarios/as de prisión.
Un ejemplo de ésta preocupante situación la publicamos desde Irídia en nuestro informe anual de 2020: en tan sólo en 3 de los 60 litigios de violencia institucional en los que ejercimos la acusación el propio cuerpo policial había facilitado la autoría. Dichos casos son tanto de prisión, como del CIE de Barcelona como de situaciones en las que actuaban cuerpos policiales.
Una de las mejores medidas para acabar con la impunidad es la instalación de cámaras de videovigilancia que cuenten con sistemas de conservación y protección de las imágenes efectivos. A pesar de las quejas de sindicatos de prisión, las organizaciones de derechos humanos hemos logrado en Cataluña que el Departamento de Justicia haya adoptado la decisión de conservar las imágenes por un tiempo de 6 meses. Es determinante, porque en muchas prisiones o comisarías las imágenes no llegan nunca a Juzgados porque se graba encima pasados 15 o 30 días.
Sin embargo, es importante recordar que el único medio de prueba de una situación de tortura o malos tratos no ha de ser la existencia de imágenes. Igual que en muchos delitos que se cometen en espacios privados, aquí celdas ordinarias o de aislamiento, es clave que se promuevan investigaciones rápidas para recabar pruebas, que se utilicen los protocolos de Naciones Unidas para la investigación y la prueba de este tipo de delitos (de los que apenas son conocedores los operadores jurídicos así como profesionales médicos y médico-forenses) así como cambiar la cultura dominante de presunción de inocencia de los funcionarios públicos, frecuente entre los operadores jurídicos. Cada caso ha de investigarse en profundidad y, sin embargo, en muchas ocasiones nos encontramos con cierres anticipados de las investigaciones. En 35 de los 60 casos que representamos desde Irídia en el año 2020 en algún momento se procedió a archivar las actuaciones antes de practicar todas las diligencias de investigación razonables, disponibles, eficaces y pertinentes.
No obstante, hay margen para seguir luchando contra la violencia institucional tanto desde la organizaciones de derechos humanos como, sobre todo, desde las instituciones. De hecho, en ese mismo informe de 2020 anunciamos que por esos 60 litigios había un total de 122 agentes o funcionarios/as de prisión investigados/as. Además, esta semana, 14 organizaciones impulsadas por la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía, hemos trasladado al Ministerio de Interior y al Congreso una batería de medidas para acabar con la tortura y los malos tratos en prisión. Entre ellas destaca la necesidad de generar un teléfono de atención para la denuncia de situaciones de violencia institucional o la generación de una instrucción de la Fiscalía para garantizar la correcta investigación de este tipo de delitos.
Es significativo que las imágenes de la grave situación sufrida por un preso en la cárcel de Villena se hicieran públicas tras la agresión a la subdirectora. Los derechos de las personas presas están en la cola de preocupaciones sociales, y las situaciones que se viven en cárceles arcaicas son muy duras, y más aún si nos adentramos en la cárcel dentro de la cárcel, en los módulos de aislamiento. Asimismo, el conteo de muertes es insoportable sin que la administración realice un análisis real de las causas a través de una auditoría externa que pueda conducir a un plan realista para la prevención de las muertes en prisión. Urge poner los derechos de las personas presas en un lugar central, porque los derechos y las vidas de las personas presas importan.
Andrés García Berrio
Fuente: Grupo tortuga